Septiembre ya agoniza. En unas horas finaliza oficialmente el verano y el calor. El cálido ambiente sureño no responde a calendarios y es posible que tengamos que soportar algunos sudores más.
Yo soy un hombre de abrigo y manta. Me gusta dormir tapado, salir a la calle abrigado, calentarme en el hogar y no bajo el cielo. Esta mañana, como cada año por estas fechas, he notado el frescor otoñal en el rostro. Es como si el tiempo quisiera engañarme y hacerme creer que el calor pronto se irá. Sé que no ocurrirá hasta que medie octubre, pues en Granada tenemos un microclima continental que nos juega muchas bromas.
Me gusta el frío más que el calor. Quizás se deba al hecho de tener el corazón caliente. Además, sigo insistiendo que mi ciudad es más acogedora, confotable y bonita en invierno... sobre todo cuando nieva. En los últimos años ha nevado en algunas ocasiones, y el gélido aire que atraviesa las calles y llega a cortar los labios es para mí una cálida señal de recogimiento. Quizás cuando más se disfruta de las calles y las zonas más románticas de aquellos barrios que han llegado a enamorar a tantas personas.
Hace un par de inviernos, tras una copiosa nevada, tuve una preciosa experiencia que nunca antes conocí. Es tan simple como el hecho de poder tomar té caliente, con leche y canela, en una pequeña cantina árabe con sus melodías y perfumes morunos a la vez que se observaba parte de la nieve aún en el exterior. Más que nada fue la sensación de estar fuera de mi ciudad, aunque no hubiera salido de ella.
Desde luego, Granada es una ciudad anacrónica donde las haya. Viajas en el tiempo al cruzar sus barrios y notas hasta como te baja la tensión cuando llegas a la ciudad moderna tras un paseo por la Sabika o el Albayzín. Como si hubieses descargado tu emoción y tu corazón no hubiera parado de latir a toda máquina durante esos momentos de inmersión en siglos pasados. Sientes estar especialmente vivo en esos momentos. Granada en invierno es más Granada.
Y Sierra Nevada, al fondo, la acompaña desde siempre.
